Profeta de en medio de ti, de tus hermanos, como yo, te levantará Jehová tu Dios; a él oiréis. Deuteronomio 18:15 Uno de los más ardientes anhelos de la humanidad es descubrir la voluntad de Dios. Pero ¿cómo? Hablando en sentido general, Israel enfrentaba dos opciones. Por un lado, los cananeos practicaban brujería, hechicería, adivinación de distinto tipo; Dios prohibió a su pueblo que los imitaran. En cambio, podían distinguir la voz de Dios que les llegara por medio de los profetas. Era cuestión de escuchar. No debían hacer lo mismo que los cananeos, quienes ‘Escuchan a hechiceros y adivinos, pero a ti te ha prohibido todo eso el Señor tu Dios. El Señor tu Dios suscitará en medio de ti … un profeta como yo; a él deberéis escuchar’ (vv. 14–15, BLP). Esta promesa divina parece haberse referido originalmente a la sucesión de profetas que Dios le dio a Israel. Pero cuando la voz de la profecía quedó silenciada en el periodo entre los dos Testamentos, ‘el profeta’ se convirtió en un título mesiánico. Por eso, cuando vino Jesús, las multitudes decían: ‘Este verdaderamente es el profeta que había de venir al mundo’ (Juan 6:14). Y en uno de los primeros sermones de Pedro, el apóstol aplicó claramente la promesa a Jesús (Hechos 3:22). Si bien Jesús no era simplemente un profeta más en la extensa sucesión de los siglos, sino más bien el cumplimiento de la profecía, aquel en quien todas las promesas de Dios son ‘Sí’ (2 Corintios 1:20), todavía lo aclamamos como ‘profeta’ —un profeta como Moisés, con quien Dios hablaba ‘cara a cara’ (Deuteronomio 34:10)—, alguien en quien la revelación de Dios alcanzó culminación. Es conmovedor que en el monte de la Transfiguración la voz del Padre citara su propio mandamiento expresado en Deuteronomio 18:15, aplicándolo a Jesús. Su mandato para todos nosotros es el mismo: ‘a él oíd’ (Marcos 9:7). UN REY COMO DAVID Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz. Isaías 9:6 El propósito original de Dios no era un reino sino una teocracia. Es decir, él mismo gobernaría directamente sobre su pueblo sin necesidad de intermediario humano. Por eso, cuando insistieron en tener rey como las demás naciones, era Dios a quien rechazaban, no a Samuel. El profeta les advirtió de los regímenes opresivos que iniciarían sus reyes terrenales. Y así fue. No sorprende, por lo tanto, que los profetas comenzaran a soñar en un futuro reino ideal donde se pondrían de manifiesto todas aquellas cualidades que lamentablemente los reyes de Israel y de Judá no eran capaces de exhibir, aunque David se aproximó en alguna medida. En primer lugar, el reino de Dios sería un reino de justicia. El Mesías sería justo y gobernaría a su pueblo con justicia. ‘He aquí que vienen días’, declaro Jehová, ‘en que levantaré a David renuevo justo, y reinará como Rey, el cual será dichoso, y hará juicio y justicia en la tierra’ (Jeremías 23:5). En segundo lugar, el reino de Dios sería un reino pacífico. El de David había estado manchado por interminables guerras, y fue en contraste con esa situación que a su hijo y sucesor se le dio el nombre de Salomón, shalom, paz (1 Crónicas 22:6–10). En tercer lugar, el reino de Dios sería estable. Los tronos de Israel y de Judá eran en su mayoría inestables y comparativamente breves, pero el reino mesiánico permanecería para siempre. En cuarto lugar, el reino de Dios sería un reino universal. En su máxima extensión, el territorio de Israel abarcó apenas ‘desde Dan hasta Beerseba’ (2 Samuel 3:10). El reino mesiánico, en cambio, iría ‘de mar a mar, y desde el río hasta los fines de la tierra’ (Zacarías 9:10). Así, entonces, la justicia y la paz, la eternidad y la universalidad son las características principales del reino mesiánico que fue iniciado por Jesús. No es exagerado reconocer esas cualidades en los cuatro nombres que se dan a este niño rey en Isaías 9:6. Biblia en un año.