Cristo, habiendo resucitado de los muertos, ya no muere; la muerte no se enseñorea más de él.

Romanos 6:9

Dios […] le resucitó de los muertos y le ha dado gloria.

1 Pedro 1:21

Dios resucitó a Jesucristo de entre los muertos (1 Corintios 15:4; 1 Pedro 1:21). Todo el mundo sabía que estaba muerto, desde el gobernador a los soldados que lo ejecutaron, las mujeres que lo enterraron y los adversarios que temían una conspiración para levantar el rumor de que Jesús había resucitado. Todos ellos sabían que estaba muerto. Por eso la mentira que inventaron para explicar que la tumba estuviera vacía no fue que Jesús no estaba muerto de verdad, sino que los discípulos habían robado el cuerpo (Mateo 28:13). Pero no funcionó, porque nadie arriesga su vida por una falsedad inventada por él mismo. El cuerpo no estaba en la tumba, o sus enemigos le habrían puesto fin al cristianismo mostrando los restos de Jesús. Los discípulos derrochaban valentía, arriesgando sus vidas al predicar que Jesús estaba vivo (Hechos 2:24, 32; 3:15), y el evangelista Esteban y el apóstol Santiago la perdieron (Hechos 7:60; 12:2). Y durante cuarenta días Jesús se estuvo apareciendo tanto a individuos como a grupos, incluso de hasta 500 personas (Hechos 1:3; 1 Corintios 15:6). La mayoría de ellos no era fácil de convencer, sino todo lo contrario (Lucas 24:11, 37–39; Juan 20:25, 27).

Cuando los escépticos discípulos cayeron en la cuenta de que era posible que la resurrección hubiera sucedido de verdad, lo primero que pensaron fue que el Jesús que veían era un fantasma o una aparición de algún tipo. Pero Jesús puso fin a esta especulación de manera firme e inmediata. A Tomás, que había expresado su incredulidad, le dijo: Pon aquí tu dedo, y mira mis manos; y acerca tu mano, y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente (Juan 20:27). Y en otra ocasión, ante los atónitos discípulos, Jesús insistió en comer pescado para demostrarles que no era un fantasma. Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy; palpad, y ved; porque un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo […]. Y como todavía ellos, de gozo, no lo creían, y estaban maravillados, les dijo: ¿Tenéis aquí algo de comer? Entonces le dieron parte de un pez asado, y un panal de miel. Y él lo tomó, y comió delante de ellos (Lucas 24:39–43).

Pero el cuerpo con el que resucitó Jesús era más que un simple cuerpo mortal resucitado. Era el mismo y, sin embargo, no era igual. Se le podía reconocer como el que siempre fue. Su cuerpo era un cuerpo físico, pero era también un cuerpo transformado. Cuando el apóstol Pablo describió el futuro cuerpo resucitado de los cristianos, estaba describiendo el de Jesús también, porque Cristo fue levantado de entre los muertos como primicias del resto de los muertos que pertenecen a él (1 Corintios 15:20). En otras palabras, el cuerpo del Cristo resucitado es parte de la misma cosecha de todos los demás cuerpos que resucitarán en gloria el último día. Cristo, dice Pablo, transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la

gloria suya (Filipenses 3:21). Por tanto, esta descripción de nuestro futuro cuerpo resucitado se aplica también al cuerpo de Jesús: Se siembra en corrupción, resucitará en incorrupción. Se siembra en deshonra, resucitará en gloria; se siembra en debilidad, resucitará en poder. Se siembra cuerpo animal, resucitará cuerpo espiritual (1 Corintios 15:42–44). Es igual, pero al mismo tiempo es gloriosamente superior.

Deseo animarte a Creer que tu transformación justamente comenzara, comenzó o comienza ahí. En la vida del Cristo resucitado, por medio del nuevo nacimiento.

Paz y gozo en Cristo Jesús.

Oremos: padre amante, la vida de Cristo en mi produce esperanza, ayúdame a vivir por esa vida y poder reflejarla a este mundo; poder disfrutar de ese misterio Cristo en mi Esperanza de vida eterna. Gracias en Cristo Jesús amen, amen.

Ps. Caceres