«Cada día ofrece oportunidades para ser buenos mayordomos de lo que Dios nos ha confiado. Nuestro objetivo debe ser vivir de tal manera que podamos estar un día delante de Cristo, y escucharle decir: «Bien, buen siervo y fiel»»
El principio de rendir cuenta ha existido desde la creación del mundo. En el huerto del Edén, Dios dio al primer hombre y a la primera mujer tres simples mandamientos: a cultivar el huerto, cuidarlo y abstenerse de comer del árbol del conocimiento del bien y del mal (Gn. 2:15-17). Después de decidir comer el fruto del árbol prohibido, Adán y Eva tuvieron miedo. Se
escondieron del Señor (Gn 3:10) para no tener que dar explicaciones sobre su desobediencia. Pero, aun cuando fue confrontado por Dios, Adán trató de eludir su responsabilidad culpando a Eva, y ésta, a su vez, acusó a la serpiente.
La humanidad ha estado repitiendo este mismo patrón a lo largo de la historia. Nos resistimos a responder por nuestras acciones, porque no queremos enfrentarnos a la humillación de reconocer que fallamos. El orgullo nos motiva a tratar de ocultar de los demás y de Dios nuestras faltas, mientras que el miedo a las consecuencias nos lleva a ocultar los hechos y a culpar a otros. El primer rey de Israel, por ejemplo, trató de justificar su desobediencia (1 S 15). Cuando el profeta Samuel confrontó a Saúl por no haber obedecido las instrucciones de Dios, mintió, diciendo: «Yo he cumplido la palabra de Jehová» (v. 13). Cuando Samuel sacó a la luz su evidente inconsistencia, Saúl presentó excusas. Al negarse a arrepentirse y hacerse responsable ante el profeta de Dios, perdió su trono y el reino (v. 26).
