En cuanto Pedro confiesa que Jesús es el Cristo, el foco de atención cambia. Al comienzo del libro dije que la primera parte del Evangelio de Marcos se centra en quién es Jesús, y la segunda, en su propósito, en lo que vino a hacer. En la primera parte vemos que es tanto Dios como un hombre, el Rey eterno. Es perdón, descanso, poder y amor sin límites. Sin embargo, en este momento de la vida de Jesús, los lectores del Evangelio aún tienen muchas preguntas sobre lo que ha venido a hacer y la manera en la que lo hará.

Pero en cuanto Pedro dice “Tú eres el Cristo”, Jesús de inmediato explica que tiene que morir. A partir de este momento, Jesús hablará constantemente de su muerte y sufrimiento, y lo hará de maneras que los discípulos encontrarán muy difíciles de aceptar. Así que la segunda mitad del Evangelio de Marcos nos mostrará por qué la cruz era necesaria y qué logró Jesús en ella. Lo que parecía una historia de triunfo, cada vez se asemeja más a una tragedia.

Ahora que Jesús ha comenzado a dar más detalles acerca de su misión, también habla de manera más explícita sobre lo que significa seguirle. En la primera parte de Marcos, ha llamado a varias personas para que le sigan, pero ahora está definiendo de forma clara las implicaciones de seguirle. Así como él va a llevar una cruz, nosotros tenemos que hacer lo mismo. Y de la misma manera que en su vida la cruz y la gloria están unidas, lo mismo va a ocurrir en nuestras vidas. Este es el tema que se nos presenta en la segunda parte de Marcos, que comienza así:

«Seis días después Jesús tomó consigo a Pedro, a Jacobo y a Juan, y los llevó a una montaña alta, donde estaban solos. Allí se transfiguró en presencia de ellos. Su ropa se volvió de un blanco resplandeciente como nadie en el mundo podría blanquearla. Y se les aparecieron Elías y Moisés, los cuales conversaban con Jesús. Tomando la palabra, Pedro le dijo a Jesús: —Rabí, ¡qué bien que estemos aquí! Podemos levantar tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. No sabía qué decir, porque todos estaban asustados. Entonces apareció una nube que los envolvió, de la cual salió una voz que dijo: «Éste es mi Hijo amado. ¡Escuchadle!» De repente, cuando miraron a su alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús.» (Marcos 9:2–8)

Siglos antes de este episodio, según el libro de Éxodo en el Antiguo Testamento, Dios bajó al Monte Sinaí en una nube. La voz de Dios habló desde la nube y todo el mundo estaba aterrado. Moisés fue a la cumbre de la montaña, donde suplicó poder ver la gloria de Dios: “Muéstrame tu gloria; tu infinita grandeza y tu belleza imaginable”. Y Dios respondió: “Cuando mi gloria pase, te pondré en una hendidura de la roca y te cubriré con mi mano, hasta que haya pasado, pero mi rostro no lo verás, pues nadie puede verme y seguir con vida” (Éxodo 33:18–23). Moisés no pudo ver la gloria de Dios directamente. Sin embargo, el simple hecho de estar cerca fue suficiente para que la cara de Moisés brillara por el reflejo de la gloria de Dios.

Ahora, siglos más tarde, nos encontramos en lo más alto de otra montaña y, de nuevo, la gloria. Ese resplandor deslumbrante hace que la ropa de Jesús sea de un “blanco resplandeciente como nadie en el mundo podría blanquearla”. Tenemos una montaña, una