A lo largo de la vida he tenido oportunidad de entrever aspiraciones y deseos tanto a título individual como eclesiásticos centrados en una nueva esperanza, un nuevo comienzo, una nueva comprensión, y la sensación de estar realmente abriendo nuevas vías para una mejor realización de la existencia. Por ello he notado en la orientación bíblica la búsqueda de una mente transformada, que dé lugar a una conducta transformada; en los ministerios de apoyo y sanidad, la consecución de fe de un novedoso sentido de plenitud; en la orientación pastoral, el deseo de una madurez psicológica en interdependencia; en la dirección espiritual, el deseo de un corazón libre de complicaciones que responde ante un Dios de deseos; según Romanos 12:1-3 y en el cambio mental y social, valientes intentos de dar forma a una comunidad renovada en la escucha atenta a la voz de los más desposeídos, en medio de un orden creado echado a perder por la avaricia humana y la falta de compasión.

Hay cinco caminos hacia la plenitud que ofrecen, aunque en ocasiones quizás de forma inadecuada, rutas de tránsito en un mundo en conflicto que son efectivamente portadoras de esperanza. Ante la frecuente mentalidad cínica de una sociedad occidental tanto moderna como postmoderna, la ‘esperanza’ es entendida como una palabra de escaso contenido. Así, acostumbramos a decir, un tanto irreflexivamente, ‘Eso espero’, con actitud casi derrotista, aunque teñida de esperanza; ‘no se pierde nada por tener esperanza’, trasluciendo la práctica insignificancia de la empresa embestida; y ‘esperemos que sea para bien’, cuando, con encogimiento de hombros, pocas son las esperanzas que tenemos de un resultado positivo.

Sin duda, son muchas las ocasiones en que es extremadamente difícil mantener la esperanza. Las circunstancias nos abruman y el ánimo decae. Un episodio en la serie Winnie-the-Pooh, de A. A. Milne, ilustra con sencillez esa falta de valentía:

‘Lechoncito’, dijo Conejo, sacando un lápiz al que chupó la punta, ‘la verdad es que no eres nada valiente.’ ‘Es muy difícil ser valiente’, contestó Lechoncito, un tanto balbuciente, ‘cuando se es un Animalito Pequeño.’

A veces, yo me siento exactamente así, ‘Un Pequeño Animalito’, al tener que enfrentarme a un bypass cuádruple. Aquejado de diabetes crónica, sé del peligro de un ataque al corazón, del riesgo de infección tras la operación, o de un posible fallo renal. Así, cuando, tras ingresar en el hospital, el cardiólogo me anunció que tenía forzosamente que operarme ‘en el plazo de una semana’, mi reacción inmediata fue: ‘Pues ¡preferiría la alternativa de una aspirina diaria!’ La víspera de la operación, tras mostrarnos a Joy y a mí la unidad de cuidados intensivos por gentileza de una enfermera, sollocé como un niño. En mi nota correspondiente en el diario que había titulado ‘Some Heartfelt Reflections’, escribí lo siguiente:

El temor mío por anticipado (uno más entre muchos) había hecho ‘de nuevo’ su aparición en forma de inmovilismo final – incapaz de moverme, incapaz de deglutir, incapaz de funcionar siquiera en los niveles más elementales (¿qué grado de independencia tiene una ameba?), afectando incluso a la respiración… Haciendo entonces su aparición una paz en penumbra, con acompasado y tranquilizador ritmo cardiaco provisto por el pulmón artificial – con una extraña sensación de seguridad, de estar en verdad arropado en los brazos de familia y amigos, rodeado todo ello por el amor de Dios.

En esa ocasión, el miedo estaba siendo transformado en esperanza de paz. De hecho, reflexionando a posteriori, la esperanza había estado ahí luchando por abrirse paso tras el ingreso y en esa semana de interminable espera antes de la operación. A nivel inmediato sensorial, tenía ante mí un cuadro que mi hija Rachel había pintado para mí, con un túnel cuya oscuridad estaba nimbada con los colores del arco iris, con una mancha de rojo sangre, en aparente simbolismo de la cruz de Cristo, que se fundía con el impresionante dorado de la gloria que anticipamos. Joy había compartido un cuadro similar de promesa de esperanza con un túnel que terminaba dando al exterior en el patio de nuestra casa, donde ella y yo estábamos sentados muy felices. Más reflexiva y metafóricamente, recuerdo haber compartido con mi hermana Anne, un par de días antes de la operación, la imagen de Cristo crucificado, que de algún modo era representativa de la experiencia que se tiene en un quirófano; el tiempo que Cristo permaneció en la tumba lo asemejaba a la pérdida de consciencia tras la anestesia; y el que se levantara de nuevo como simbólico de la conciencia recuperada al despertar tras la operación -que podía entenderse bien como el reto de un segundo nacimiento y tener que aprender de nuevo a respirar tras una práctica previa de nada menos que 59 años, o como amanecer en el Paraíso. Según fui despertándome de la somnolencia inducida por la anestesia, lo primero que percibí fue el monótono zumbido de una máquina, y mi primer pensamiento fue, ‘¡Pues, esto desde luego no es el Paraíso! ¡Porque estoy más que seguro que en el cielo no va a haber pitidos digitales, luces intermitentes y tubos de plástico por todas partes!’.

Ante una realidad inapelable, y por muchas que sean las dificultades que vencer en los caminos que conducen a la plenitud, ¿a qué esperanza hemos de aferrarnos según nos esforzamos por hacer acopio de fuerzas y de ánimo? Mi propuesta es que hay tres posibles aspectos en un nuevo abordaje de la realidad de la esperanza cristiana: una nueva esencia, una nueva configuración y un cielo y una tierra nueva.