«Y Dios de toda consolación». Esta es una excelencia peculiar del Dios vivo y verdadero. Es una cualidad que no se atribuye a ninguno de los falsos dioses del paganismo, que suelen representarse más bien como seres crueles y feroces. Por ello, aun sus adoradores les consideran objetos que deben ser temidos. Pero cuán distinto es el Señor Dios, que declaró: «Como aquel a quien consuela su madre, así os consolaré yo a vosotros» (Is 66:13). ¡Qué increíble revelación del carácter de Dios! Aunque inconcebible en su majestad, todopoderoso en poder, inflexible en justicia, Dios es también infinito en ternura. ¡Cómo debería este hecho suscitar nuestro amor por él! ¡Con cuánta confianza deberíamos buscar alivio en él en tiempos de estrés y aflicción! Pero lamentablemente, ¡qué lentos somos la mayoría de nosotros para acercarnos a Dios en busca de consuelo! ¡Con qué rapidez y afán buscamos a otras personas para apaciguar nuestra aflicción! Muchos creyentes parecen tan reacios a buscar su consuelo solo en Dios como lo son las personas que no creen a buscar su justicia solo en Cristo. ¿No hay, acaso, algunos que, con talante petulante y rebelde, dicen con sus acciones, «Mi alma rehusaba consuelo» (Sal 77:2), menospreciando sus propias misericordias?
«El Dios de toda consolación». Esta palabra ha llegado a tener un sentido más limitado que sus derivados, connotando hoy poco más que consuelo o alivio. El consuelo de Dios es el efecto que producen sus misericordias. Aquí se traza el recorrido de todo consuelo verdadero hasta su fuente. Él es «el Dios de toda consolación». En su sentido más sencillo, la consolación es el refrigerio natural que recibimos, bajo Dios, de parte de otras personas. Digo «bajo Dios», porque si él no bendice a tales personas en su interacción con nosotros, no podremos entonces derivar ningún consuelo ni beneficio, ni siquiera de tales misericordias temporales. En su sentido más elevado, la consolación alude al apoyo bajo las pruebas. Dios fortalece nuestra mente cuando corremos el peligro de ser abrumados por el temor o la aflicción. «Ella es mi consuelo en mi aflicción, porque tu dicho me ha vivificado» (Sal 119:50). Es una bendición recordar con cuánta frecuencia al Espíritu Santo se le llama «Consolador» en relación con el pueblo de Dios. A veces el Espíritu utiliza a nuestros hermanos para administrar consuelo espiritual a nuestros corazones desfallecidos, como cuando Pablo fue consolado con la venida de Tito (2Co 7:6).
Es de una inefable solemnidad considerar que Dios abandonó a Cristo, precisamente en su carácter de “Padre de misericordias y Dios de toda consolación”. El juez de toda la tierra trató con él con santa severidad e inefable justicia, pero no lo hizo en su condición de Hijo amado (considerado como tal), sino en su rol de fiador nuestro, clamando: “Levántate, oh espada, contra el pastor, y contra el hombre compañero mío, dice Jehová de los ejércitos. Hiere al pastor” (Zac 13:7). Esta es la razón por la que, en medio de todas las humillaciones y atrocidades que los hombres infligieron a Cristo, este no abrió su boca; sin embargo, cuando el Padre de misericordias apartó de él la luz de su rostro, cuando le fue retirado su consuelo, él profirió el amargo lamento: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mt 27:46). Y es precisamente porque Dios retiró estas características del Salvador en la cruz, que Cristo puede ofrecer esta misericordia y consolación a nosotros. Recordemos siempre que nuestra copa es dulce porque la suya fue amarga, que Dios tiene comunión con nosotros porque abandonó a Cristo, que nosotros hemos recibido la luz porque él pasó aquellas espantosas horas de oscuridad.
“El cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos también nosotros consolar a los que están en cualquier tribulación, por medio de la consolación con que nosotros somos consolados por Dios” (2Co 1:4). Pablo está haciendo referencia a las vicisitudes que acaba de atravesar. El apóstol había tenido ocasión de adorar personalmente a Dios como “Padre de misericordias y Dios de toda consolación” porque le había experimentado como tal. Dios había consolado a Pablo en todas sus angustias. No obstante, el apóstol relacionaba con él a los corintios, puesto que también ellos habían sufrido y sido consolados (2Co 7:9, 13). ¡Qué sorprendentemente distintos son estos versículos de los que nos ocuparon en la exposición anterior! En aquellos, el apóstol solo podía dar gracias a Dios por los dones que habían recibido los corintios (1Co 1:4–7), puesto que no podía alegrarse por su condición. Sin embargo, Pablo alaba a Dios ahora por la gracia que hace que todas las cosas cooperen para el bien de los suyos, y consigue que los propios problemas redunden en beneficio de ellos. En el pasaje anterior, el apóstol había llamado «mi Dios” a aquel que invocaba, mientras que en este adora al “Padre de misericordias y Dios de toda consolación”: Solo cuando pasamos por el fuego obtenemos un conocimiento de Dios más completo y experimental y nos familiarizamos más íntimamente con él.
“El cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones». El alma es más apta para recibir el consuelo de Dios durante los periodos de tribulación, porque en ellos deja de ser seducida por las cosas temporales y de los sentidos. Por otra parte, el Señor manifiesta más ternura hacia su pueblo en tales ocasiones: «Si sois vituperados por el nombre de Cristo, sois bienaventurados, porque el glorioso Espíritu de Dios reposa sobre vosotros» (1Pe 4:14). Dios tiene varios propósitos al llevar a su pueblo a la aflicción y sostenerles en medio de ella: lo hace para su crecimiento, para que le descubran y conozcan de un modo más completo y para que experimenten la suficiencia de su gracia.
Capaces de consolar a otros
En este versículo se alude a otra razón para la tribulación: «Para que podamos también nosotros consolar a los que están en cualquier tribulación, por medio de la consolación con que nosotros somos consolados por Dios» (1Co 1:4). Dios pretende que las gracias que Dios nos otorga sean provechosas para otros. Si he experimentado al Señor como mi «pronto auxilio en las tribulaciones», es mi privilegio y deber dar testimonio a mis hermanos en situaciones parecidas, explicándoles cómo me capacitó Dios para vencer las tentaciones, cómo encontré apoyo en las promesas divinas y paz en Cristo, mientras atravesaba la tribulación. El mejor centro de formación para el pastor no es un seminario sino la escuela de la adversidad. Las lecciones espirituales solo se aprenden en el horno de la aflicción.
El ejemplo más elevado de este principio lo encontramos en la persona de nuestro bendito Redentor. «Por lo cual debía ser en todo semejante a sus hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote» (Heb 2:17). Estas palabras dejan claro que, para que el perfeccionamiento del carácter de Cristo fuera útil en su oficio de sumo sacerdote, este tenía que experimentar primero lo que era la prueba y la aflicción. En este versículo, la palabra «misericordioso» significa identificarse de corazón con las miserias de su pueblo y cuidarles apoyándoles en sus aflicciones y mitigándolas. No obstante, el texto no tiene en mente su misericordia en general, puesto que él la poseía como Dios y como hombre, sino más bien aquella que procede del recuerdo de las tentaciones y sufrimientos por los que pasó. Pablo se refería a este ejercicio de la misericordia y fidelidad de Cristo en su tarea sacerdotal, que suscita y demanda el sentido de las aflicciones que él experimentó en la tierra. No es solo misericordioso, sino también fiel en su constante cuidado y atención de las necesidades de su débil y sufriente pueblo aquí en la tierra. Lleno de compasión por ellos, Cristo está siempre dispuesto a apoyarte y sustentarte, a fortalecerte y animarte.
«Pues en cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados» (Heb 2:18). Habiendo recorrido el mismo camino que su pueblo sufriente, Cristo es idóneo para entrar en sus aflicciones. No es como los santos ángeles que nunca han experimentado la pobreza o el dolor. No, durante el tiempo de su humillación Cristo supo lo que eran la debilidad y el agotamiento (Jn 4:6), lo que implicaba el odio y persecución de los enemigos, lo que significaba ser malentendido y abandonado por las personas más cercanas a él. ¡Cuán capacitado está, pues, para compadecerse de su iglesia que sufre! Considera un pasaje como Salmos 69:1–4. ¿No está acaso aquel que experimentó tales dificultades capacitado para instruir a su atribulado pueblo? Como dijo Matthew Henry, «El recuerdo de sus aflicciones y tentaciones le hace consciente de las dificultades de su pueblo, y dispuesto a ayudarles». El mismo corazón que latía dentro del Señor Jesús cuando compartía la aflicción de Marta y María junto a la tumba de Lázaro sigue latiendo hoy, porque su compasión no se ha desvirtuado con su exaltación a los cielos (Heb 13:8). ¡Qué Salvador el nuestro, Dios todopoderoso y Hombre extremadamente tierno!
Afligido en todas nuestras aflicciones
«Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado» (Heb 4:15). La tentación de Cristo no se limitó a las perversas peticiones de Satanás. Comprendía también toda su condición, circunstancias y trayectoria durante los días de su carne. Cuando sufrió las punzadas del hambre, cuando no tenía donde recostar su cabeza, cuando experimentaba oprobio y vergüenza o soportaba la hostilidad de los pecadores. De este modo fue preparado para el desempeño de su oficio sacerdotal, apto para sentir los efectos de nuestra debilidad y para sufrir con nosotros. Aunque está muy por encima de nosotros, está plenamente unido a nosotros en todo menos en nuestros pecados y, con respecto a ellos él es nuestro abogado para con el Padre. También nosotros somos tentados (probados) de muchas maneras, pero hay uno que nos consuela, sí, que se aflige en todas nuestras aflicciones y que nos ayuda en nuestras dolencias. Pero al recordar esto, no olvides que hubo de clamar, «Esperé quien se compadeciese de mí, y no lo hubo; Y consoladores, y ninguno hallé» (Sal 69:20).
«El cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos también nosotros consolar a los que están en cualquier tribulación, por medio de la consolación con que nosotros somos consolados por Dios». Una persona puede identificarse más completa y estrechamente con la aflicción de otra si ha pasado por las mismas circunstancias. El Señor les recordó esto a los israelitas cuando les dijo, «Y no angustiarás al extranjero; porque vosotros sabéis cómo es el alma del extranjero, ya que extranjeros fuisteis en la tierra de Egipto» (Éx 23:9). Esto es lo que sucedía con el apóstol Pablo. El propósito divino al afligirle de este modo era capacitarle mejor para ministrar a otras almas afligidas. El apóstol enumera sus aflicciones en 2 Corintios 11:24–30. Sin embargo, Dios le había sustentado de un modo tan asombroso que podía decir: «lleno estoy de consolación; sobreabundo de gozo en todas nuestras tribulaciones» (7:6). Dios nos consuela aquietando la agitación de nuestra mente, suavizando la aflicción de nuestro corazón, y llenando nuestra alma de la paz y el gozo que experimentamos cuando creemos. Él hace estas cosas para que podamos consolar a otras personas.
«Porque de la manera que abundan en nosotros las aflicciones de Cristo, así abunda también por el mismo Cristo nuestra consolación» (2Co 1:5). En este mundo, el cristiano debe esperar aflicciones, un tipo de aflicciones del que los no cristianos están exentos. En lugar de evitarle aflicciones al cristiano, la fidelidad a Cristo más bien las intensificará. Esto es algo que no siempre señalan los predicadores. Es cierto que hay paz y gozo para quienes toman el yugo de Cristo, y una paz y gozo de los que la persona mundana no sabe nada; no obstante, es también verdad que todo el que se pone bajo su estandarte será llamado a sufrir «penalidades como buen soldado de Jesucristo» (2Ti 2:3). «Es necesario que a través de muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios» (Hch 14:22). Por tanto, a aquellos que consideran la posibilidad de asumir una profesión cristiana debería decírseles que se sienten primero y calculen el costo de su decisión (Lc 14:28–31). Estar prevenido es estar preparado, y quienes se han preparado debidamente no se extrañarán cuando llegue «el fuego de prueba» (1Pe 4:12).
El versículo 5 aporta una confirmación del anterior con este argumento: somos capaces de consolar a otros, porque nuestro consuelo es igual a nuestros sufrimientos. El apóstol habla aquí de las tribulaciones que abundan en el creyente como «las aflicciones de Cristo» porque estas son del mismo tipo (aunque rara vez o nunca de igual intensidad) que él experimentó a manos de los hombres; y por nuestra unión con él y para ser conformados a su imagen se requiere que (en nuestra medida) tengamos «comunión» (Fil 3:10) en tales aflicciones. Se las llama también «las aflicciones de Cristo» porque estas son las que sus seguidores soportan voluntariamente por su causa (Fil 1:29): puesto que él es despreciado y rechazado por el mundo, salir a él fuera del campamento implica inevitablemente llevar «su oprobio» (Heb 13:14). Cabe señalar que, por su insensatez, fanatismo, altivez y otras cosas, algunos cristianos se acarrean un sufrimiento innecesario, pero Cristo no es glorificado en ellos. Sin embargo, en nuestro tiempo es más necesario advertir a su pueblo del peligro de un espíritu contemporizador y acomodaticio que desea escapar de las «aflicciones de Cristo» a costa de serle infiel.
«Así abunda también por el mismo Cristo nuestra consolación». Aquí hay una rica compensación. Al igual que la unión con Cristo es fuente y causa de sufrimiento, lo es también de nuestro consuelo (Jn 16:33). Y será la fuente de nuestra glorificación (ver Ro 8:17; 2Ti 2:12). Hay una debida proporción entre aflicciones y consolación, y si queremos experimentar más consolación hemos de soportar más aflicciones. Cuanta más desaprobación nos muestra el mundo más disfrutamos la sonrisa de Cristo. Si somos privados de refrigerios materiales, él nos aporta sus consuelos espirituales. Si nuestro cuerpo es echado a la cárcel, nuestra alma disfruta más del cielo. En su gracia, Dios nos provee un árbol para endulzar cada Mara (Éx 15:23–26).
Oremos: padre amado, se que me bendice para bendecir a otros, me consuelas para consolar a otros, ayúdame a estar en el momento preciso y tener la gracia para poder bendecir y consolar a los necesitados; en Cristo Jesús. Amen, amen.
